En cierto imaginario colectivo, los discos de Collins quedaron relegados a un género que se conoce como AOR, adult oriented rock: música para adultos, sin la frescura ni la vitalidad que exhiben los grupos que dominaron los charts en buena parte de este siglo.
Si uno se pone un poco cínico, razones no faltaron para ubicarlo allí: fue el responsable de darle el giro pop a Genesis luego de la partida de Peter Gabriel y, ya entrados los ’80, se convirtió en un solista súper ventas gracias a hits que sonaron en todos lados, desde habitaciones con las persianas bajas –fue la banda sonora para las chanchadas de toda una generación– hasta los parlantes saturados de las discotecas del tercer mundo.
Sin embargo, en esta era de pastiches en la que las viejas nociones de autenticidad van perdiendo peso, Phil Collins obtuvo una seria reivindicación por el lado menos pensado, y eso le permitió retomar una carrera que creía terminada para siempre. También volver al ruedo con una gira mundial que lo trajo otra vez a Latinoamérica, consagrado como uno de los grandes artistas pop de todos los tiempos.
Primero hagamos un repaso: en 2011, luego de una delicada operación de espalda, Collins anunció que se retiraba de la música: ya no podía tocar la batería, instrumento en el que se inició como artista. También había otros asuntos –falta de autoestima, problemas sentimentales que derivaron en alcoholismo– que lo llevaron a tomar esa decisión. Incluso llegó a tocar fondo: perdió la custodia de sus hijos y estuvo muy cerca de dejarse vencer del todo cuando un médico le advirtió que si no dejaba de tomar iba morir muy pronto.
Acorralado por esos fantasmas, con el silbido de la muerte en fade in, el músico empezó su recuperación milagrosa. Primero con su cuerpo y después con su mente, al publicar una autobiografía excepcionalmente honesta a la que tituló Not dead yet (2016), un recuerdo elocuente: todavía estaba vivo.
El libro vendió muy bien y lo hizo volver al ojo público. Fue allí cuando se dio cuenta, un poco más liberado de sus zonas oscuras, que la gente no lo había olvidado. Cómo podía hacerlo, después de todo: sus canciones son himnos que resuenan en ese rincón del cuerpo en el que habita la nostalgia. Ya no importaba qué dijeran los sibaritas musicales, Phil Collins era un clásico por su peso específico. Y tanto él como sus admiradores estaban en todo su derecho de encontrarse las caras de nuevo.
En realidad, mientras el periodismo de rock seguía lanzando sus dardos irónicos contra su figura, su música comenzaba a ser valorada por un sector específico. Mientras los críticos no perdonaban el hecho de que Collins fuera un británico blanco con debilidad por la música negra estadounidense (la del sello Motown, principalmente), el hip hop se apropiaba de sus canciones de forma mucho más inteligente y desprejuiciada.
Y la canción emblema de esa relectura es nada menos que In the air tonight, el tema(zo) que abre Face Value, su primer álbum como solista (1981). Ya todos lo conocemos: una máquina de ritmos tira un beat asfixiante y de a poco se van sumando una guitarra eléctrica fría y distante, una capa de teclados opacos y luego aparece la voz de Collins, tan azul como el clima que la antecede. La letra se deshace en reproches y lamentos hacia una ex pareja hasta que en un momento, después de una frase de tono cómplice (“No es extraño para vos ni para mí”), surge un fill majestuoso de batería –uno de los ingresos más emblemáticos en la música popular de los ‘80– y la canción modifica completamente su temperatura. Tiene algo de rock clásico, algo de épica progresiva y algo de electropop, pero a la vez es algo completamente distinto: In the air tonight parece mecerse sobre su propio estilo.